La filosofía: ciencia de las causas primeras

 2.  Aristóteles. La filosofía: ciencia de las causas primeras

I. Todos los hombres, por naturaleza, desean conocer. Prueba de ello es la estima de que gozan las sensaciones,  pues, al margen de su utilidad,  las estimamos  por sí mismas; y, por encima de todas, a la sensación visual. En efecto, no sólo con el fin de obrar, sino aun sin tener que efectuar acción alguna, preferimos, por así decirlo, la vista a todo lo demás. La causa de esto reside en que, entre todos los sentidos, ella nos proporciona más conocimientos y nos hace patente muchas peculiaridades de las cosas.

Los animales, por naturaleza, están dotados de sensación, pero en algunos, a partir de ella, no se constituye ulteriormente el recuerdo, en otros, sí. Por esta razón, los últimos son más avisados y más capaces de aprender que los que carecen del poder de recordar, pues los incapaces de percibir sonidos son avisados, mas no poseen la facultad de aprender, tal como ocurre con la abeja y con cualquier otro género de animales que esté constituido de esa manera. Sólo poseen la capacidad de aprender los que, además del recuerdo, están dotados de ese sentido.

Mientras los animales viven con el auxilio de imágenes y recuerdos, partcipando escasamente de la experiencia, el género humano se vale de la técnica y del raciocinio; mas en los hombres la experiencia nace del recuerdo. Muchos recuerdos referentes a una misma cosa dan por resultado una experiencia. Y pareciera que la experiencia es casi semejante a la ciencia y a la técnica, empero, ciencia y técnica arriban a los hombres a partir de la experiencia. Pues la experiencia engendró la técnica, como dijo con razón Polo, y la inexperiencia el azar. Nace la técnica cuando, de un cúmulo de nociones empíricas se elabora un único juicio universal válido para todos los casos semejantes. Formular el juicio que tal medicamento curó a Calías, que se encontraba aquejado de tal o cual enfermedad, y que lo mismo hizo con Sócrates y  con otros  muchos  individuos,  es  propio  de la experiencia.  Pero  saber  que  un medicamento curó a todos los individuos de cierto tipo, considerados  como una especie determinada, aquejados de cierta enfermedad, como por ejemplo, los flemáticos, o los biliosos, o los afectados de fiebre alta, es cosa de la técnica.

Con relación al obrar, pareciera que experiencia y técnica en nada difieren, pues a menudo comprobamos que los empíricos aciertan más que quienes poseen la teoría sin la experiencia. La razón de esto reside en que la experiencia es conocimiento de lo particular, mientras que la técnica lo es de los universales, y que el obrar y el devenir pertenecen por entero al dominio de lo particular.

No es al hombre en general a quien cura el médico a no ser por accidente, sino a Calías o a Sócrates o a algún otro individuo así denominado y al que le ocurre accidentalmente ser hombre. Entonces, si se posee la teoría sin la experiencia y si se conoce el universal pero no el individuo subsumido bajo él, se incurrirá en errores de tratamiento, pues es el individuo quien debe ser tratado.

Sin embargo, creemos que en general el saber y la capacidad de comprender pertenecen más bien a la técnica que a la experiencia, y reputamos más sabios a los técnicos que a los empíricos, pues la sabiduría, en todos los hombres, está vinculada al saber más estricto. Y esto ocurre porque unos conocen la causa y otros no. Los empíricos saben que una cosa es, pero ignoran el porqué'. los técnicos, en cambio, conocen el porqué y la causa. Por esto pensamos que los maestros de obras son más dignos de consideración, y son más sabios, que los obreros manuales, porque están al tanto de las causas de lo que hacen, mientras que los otros, como ocurre con algunos seres inanimados,  obran sin saberlo que hacen, al modo como el fuego quema. Los seres inanimados efectúan cada una de estas cosas por alguna tendencia natural, los obreros manuales, en cambio, lo hacen por hábito. Así, los maestros de obras no son más sabios por su destreza práctica, sino porque tienen la teoría y conocen las causas.

En general, el signo distintivo del sabio y del ignorante es la capacidad de enseñar, y por esto estimamos que la técnica es en más alto grado ciencia que la experiencia, porque los técnicos pueden enseñar y los otros no.

Además, consideramos que ninguna de las sensaciones constituye la sabiduría. Pues, por importante  que sean para el conocimiento  de lo particular  no nos suministran el porqué de nada. Por ejemplo, por qué el fuego es caliente, sino sólo que es caliente.

Por eso es probable que antaño el inventor de una técnica cualquiera, emancipada de las sensaciones ordinarias, despertara admiración entre los hombres. Esto no sólo habría ocurrido a causa de la utilidad de sus invenciones, sino por su sabiduría y superioridad sobre los demás. Y como que fueron inventadas cada vez más técnicas, teniendo unas por mira las necesidades y otras el agrado, los inventores de estas últimas fueron tenidos por más sabios que los primeros, porque sus ciencias no estaban enderezadas a la utilidad. De ahí que una vez constituidas todas las técnicas, se descubrieron las ciencias que no tienen por objeto ni el placer ni la necesidad. Se originaron, en primer lugar, en los países donde los hombres gozaban de ocio. Por esta razón las matemáticas nacieron en Egipto, porque en ese país le fue concedido el ocio a la clase sacerdotal.

Hemos establecido en la Etica la diferencia entre técnica, ciencia y las otras actividades similares. El objetivo de nuestro tratamiento presente es que se concibe generalmente a la llamada sabiduría como ocupada de las primeras causas y principios; de manera que, como antes se ha dicho, el empírico parece ser más sabio que el que sólo dispone de conocimientos sensibles, cualesquiera que sean; el técnico más que el empírico; el maestro de obras más que el obrero manual, las ciencias teóricas que las productivas. Salta a la vista que la sabiduría es la ciencia que se ocupa de determinados principios y de determinadas causas.


II. Puesto que buscamos esa ciencia, habrá que examinar de qué causa y de qué principios  la sabiduría  es  ciencia.  Si se tuvieran en cuenta  las  opiniones  que  co- múnmente se forjan acerca del sabio, este asunto se tornaría más claro. Se supone: a. que, en la medida de lo posible, el sabio conoce todas las cosas sin tener en particular la ciencia de cada una de ellas;  b. que se denomina sabio a quien es capaz de conocer lo más difícil y lo que no es fácilmente accesible al conocimiento humano, pues siendo el conocimiento sensible común a todos, es fácil y no tiene un ápice de sabiduría; además, c. que quien posee un conocimiento más riguroso de las causas y quien es más capaz de enseñarlas es, en cualquier género de ciencias, el más sabio. Además, d. entre las ciencias, la más deseable por sí misma y, por el saber que proporciona, se considera que es en mayor medida sabiduría que la que sólo es deseable por los resultados. Y, e. que la ciencia dominante es en mayor medida sabiduría que la auxiliar, pues no es competencia del sabio recibir órdenes, sino prescribirlas. No es él quien debe obedecer, pues es el menos sabio quien debe estarle sometido.

Tales son las opiniones, en naturaleza y en número, que se tiene de la sabiduría y de los sabios, a. Entre las peculiaridades que acabamos de señalar, el conocimiento de todas las cosas pertenece necesariamente a quien posee la ciencia de lo universal, porque éste conoce, de alguna manera, los casos particulares que el universal abraza, b. Estos conocimientos, es decir, los más universales para el hombre, son quizás los más difíciles de adquirir, porque son los más alejados de las sensaciones. Además, c. las ciencias más rigurosas son las que en mayor medida se ocupan de los primeros principios, pues las que se valen de menos principios son más exactas que las que tienen que añadir más principios; como, por ejemplo, la aritmética es más rigurosa que la geometría. Más aún: la ciencia que se ocupa de las causas es en mayor medida instructiva que la que no lo hace; pues enseñar consiste en poder suministrar las causas de cada cosa. Además, d. el saber y el conocer, considerados en sí mismos, se realizan más plenamente en el conocimiento de lo más cognoscible. Quien aspira a conocer por el conocer mismo tendrá una decidida preferencia por la ciencia más cabal. Y esa ciencia es de lo más cognoscible, puesto más cognoscible son los principios primeros y las causas. A través de los principios y a partir de ellos se conoce lo demás y no inversamente los principios a través de los particulares que dependen de ellos. Por último, e. la ciencia dominante y superior a la subordinada es la que conoce en virtud de qué fin ha de hacerse cada cosa, pero, para cada individuo, este fin es el bien y, en general, el objetivo del proceso natural.

Las consideraciones que anteceden muestran que el nombre buscado recae sobre la misma ciencia, la cual ha de escrutar los primeros principios y las causas, pues el bien, es decir, el fin, es una de las causas.

Y que no se trata de una ciencia productiva dan prueba las consideraciones de los primeros que filosofaron. En efecto, mediante la admiración los hombres, tanto ahora como antes, comenzaron a filosofar. Al comienzo se admiraron de las dificultades sencillas, después, avanzando gradualmente, plantearon dificultades en torno de los problemas más graves, tales como los cambios de la Luna, los del Sol y las estrellas y, finalmente, acerca del origen del universo. Ahora bien, quien se encuentra perplejo ante una dificultad y quien se admira, reconoce su propia ignorancia (de ahí que el amante de los mitos, de alguna manera, sea amante de la sabiduría, porque el mito consiste en un cúmulo de maravillas). Así, pues, si los primeros filósofos se dieron a filosofar  para huir de la ignorancia,  persiguieron  el saber en consideración  del conocimiento y no por su utilidad. Y lo que ocurrió da testimonio de lo que decimos, pues se comenzó a buscar ese tipo de conocimiento tan pronto se hubieron satisfecho todas las necesidades de la vida y todo lo relativo al bienestar y el solaz. Es obvio que no buscamos ese conocimiento en virtud de una ulterior utilidad. Y así como llamamos libre al hombre que tiene su fin en sí mismo, y no existe para otro, así decimos que ésta es la única ciencia libre, puesto que es la única que tiene su propio fin.

Por esto podemos con justicia considerar como no humana su adquisición.

De tantas maneras la naturaleza humana es esclava que, según Simónides, puede decirse que: Sólo Dios puede gozar de ese privilegio

y es indigno que el hombre no busque la ciencia que está a su alcance. Si los poetas están en lo cierto y la divinidad es celosa, es probable que, en este caso, debiera estarlo. Y tendrían que ser desdichados todos cuantos se destacaron en estas disciplinas. Pero es inadmisible que la divinidad sea celosa (y, como declara el proverbio,  “los  poetas  nos  dicen  muchas  mentiras"),  y  es  menester  pensar  que ninguna otra ciencia es superior en dignidad a aquélla. Pues la ciencia más divina es la más venerable y sólo esta ciencia lo es por dos razones: una ciencia es divina si Dios la posee de manera muy especial y si trata de cosas divinas. Ahora bien, sólo esta ciencia satisface ambas exigencias, pues es opinión generalizada que Dios es una de las causas y no determinado principio, y que Dios de manera exclusiva o eminente poseería esa ciencia. Todas las demás ciencias más bien contribuyen a las necesidades vitales, pero ninguna es más excelente que aquélla.

Sin embargo, en cierto sentido, la adquisición de esa ciencia tiene que provocar un estado de ánimo opuesto a aquel con que comenzamos  la indagación.  Todos comienzan, como dijimos, admirándose de que las cosas sean como son, como ocurre con los títeres que se mueven por sí solos, con los solsticios y con la inconmensurabilidad de la diagonal. Parece admirable a quienquiera que aún no haya escrutado  la  causa,  que  una  cantidad  no admita ser  medida  por  la unidad  más pequeña. Pero es menester arribar al temple de ánimo contrario y, según el proverbio, al mejor, como ocurre cuando se comprenden los ejemplos mencionados. Pues nada provocaría más admiración a un geómetra que si la diagonal se tornara mensurable.

Ha quedado establecido cuál es la naturaleza de la ciencia buscada y cuál es el objetivo a que debe enderezarse nuestra búsqueda y nuestra indagación.


Aristóteles. Metafísica. S. IV a.C.